El acta de Barbados

Opinión

El acta de Barbados

Lea aquí la última columna de opinión de Asdrúbal Aguiar, secretario general del Grupo Idea.

En toda mesa de negociación, que no sea ficticia o de utilería, cada parte algo ha de ofrecer, algo ha de perder, y algo pide a cambio en modo de que no haya rendición total. Quien claudica, sin más, pierde la autonomía de la voluntad. Vicia lo acordado. La Plataforma Unitaria, contraparte en el Acuerdo de Barbados, es, quiérase o no, una expresión de virtualidad, en el mejor sentido del siglo que nos atrapa.

Si acaso hablase con total independencia y para reclamar con peso – no escatimo la auctoritas de su cabeza – sobre los secuestros, vejaciones, hambrunas, encarcelamientos y torturas que sufren los venezolanos, su papel es más próximo al de una ONG que exige de los carceleros mejorar el trato a los reclusos. ¿Es así? No lo sé, lo presumo.

El régimen, que tiene todo el poder y da y algo pide a cambio de la Plataforma, ante la imposibilidad de que esta ofrezca contraprestaciones que ni tiene ni posee, lo único que puede ofertar, teóricamente, es la mengua de la expresión de esta. ¿Lo sabe la Plataforma? ¿Intenta sólo sobrevivir y con ella los partidos «opositores» que dominaran en la Asamblea Nacional electa en 2015? Cabe la pregunta.

Han aceptado regresar sobre sus pies, sí. Atrás quedó lo declarado con toda solemnidad en 2019 y que fuera refrendado por la OEA a través de su resolución CP/RES. 1117 del 10 de enero, resolviendo no reconocer la legitimidad de Nicolás Maduro.

El Acta de Barbados “rechaza toda forma de violencia política en contra del Estado y sus instituciones”. Los reconoce. Y en esa línea, que se subraya por los mediadores como entendimiento libre y propio “de los venezolanos, sin injerencias extranjeras”, sus partes solicitan “que sean levantadas las sanciones contra el Estado”. Nicolás Maduro las entenderá como las dictadas contra él y las autoridades dictatoriales, pues en Venezuela el gendarme encarna al pueblo y a su gobierno.

En todo caso, antes de las primarias, que es el hecho político más relevante de la experiencia opositora venezolana de actualidad y que no mencionan expresamente los acuerdos, la guerra de Rusia contra Ucrania dejó en lo subalterno nuestra aspiración de libertad. Es el otro dato de la realidad que cabe revertir, pues USA, ayer como ahora, más después de los ataques terroristas de Hamas contra Israel y de la alianza colombo-venezolana con Irán y el terrorismo islámico, maneja sus prioridades.

Espera morigerar – se entiende – el comportamiento de Maduro para reducir los riesgos geopolíticos que de suyo implica su desembozada adhesión al terrorismo. Ello, inevitablemente, le resta juego a la Plataforma, que por falta de poder no tiene más opción que apalancarse con quien se lo da en préstamo, bajo condición y que la deja abandonada a las leyes del caos o el azar, en espera de que la suerte haga la tarea.

Queda la Plataforma, entonces, aprisionada y sin respiro – salvo el oxígeno que encontrarán algunos pocos de sus miembros, quienes, como seguidores del Marqués de Casa León sólo echan los dados ante cada lance y empeñan prestigios para mantenerse a flote, entre dos aguas encrespadas, entre el régimen y el Departamento de Estado, a la manera de Ulises en su tránsito por el estrecho de Messina, lidiando con Caribdis y Escila.

La entente de Barbados podría volverse una aporía histórica. ¡Ojalá que no!

Si la comparamos con el Pacto de Puntofijo, se trató éste, antes bien, de una alianza entre actores políticos distintos a quienes les unía el doble y noble propósito de echar las bases de la democracia civil y de partidos en 1959. Y procuraba conjurar al gendarme necesario, acabar con el dominio en el país de los militares, quienes otra vez se han hecho del poder absoluto y al paso con venalidad desbordada a partir de 1999. Ahora y en la hora encuentran – se lo dirá para sus adentros la Fuerza Armada – una asociación provechosa y de conveniencia, con los restos de lo que fueran los partidos del siglo XX y sus desprendimientos en el siglo XXI.

No es tampoco el armisticio que pacta Bolívar y Morillo para darle fundamento al moderno Derecho humanitario. Menos encuentra paralelo con el Tratado de Coche de 1863, que cierra la Guerra Federal y le pone punto final a la mal denominada república conservadora, que era liberal y acepta, decorosamente, su derrota; pero que, a la sazón, le abrió senda ancha a la tutela militar-bolivariana, reduciendo el papel de los civiles al de meros cortesanos.

Vino de regreso cuarenta años más tarde, justamente, cuando los mismos partidos – cabe decirlo sin ambages – se ven anegados por el encono y abrazados al espíritu clientelar; tanto que, habiendo logrado de conjunto una mayoría para conducir al Congreso de la República electo en 1998, lo dejan en manos de un oficial designado por el teniente coronel Hugo Chávez y de Henrique Capriles, el renunciante a las primarias, para su entierro. No dan una sola escaramuza.

Barbados, en fin, cuya acta es clara y meridiana, autoriza a la Plataforma para que – “conforme a sus mecanismos internos” – selecciones a su candidato presidencial. Eso sí, ¿sólo podrá ser candidato aquel que se ajuste a “las normas jurídicas aplicables” por y bajo la dictadura, que tendrá la última palabra? ¿Es lo escrito?

Lo único cierto, lo dice bien el Quijote, es que “uno [una cosa] piensa el bayo y otro [otra cosa] el que lo ensilla”. Mientras en la azotea de la república transan los políticos, celebrados por la doblez de los oficiantes de la diplomacia, en la calle la nación toma su senda propia. Ha perdido el miedo. Pasadas las primarias cabrá reevaluar.

Eso sí, queda excluida la OEA y nos observará el Centro Carter, ese que nos arrebató a los venezolanos la oportunidad de resolver sobre la actual dictadura, en sus inicios, en 2004. Otra prioridad geopolítica acabó con el revocatorio.

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