Releo el ensayo de historia de la edad media que alalimón escribe junto a Roberto Gervaso el fallecido escritor e historiador florentino Indro Montanelli. Y lo hago a propósito de mi observación sobre el fenómeno migratorio global – los venezolanos hemos aportado al mismo casi 8.000.000 de almas – sobre cuyos efectos sociales y políticos, más allá de los humanitarios, acaso no estén siendo percibidos por la opinión pública en sus exactas dimensiones. Lo que no significa que acerca del mismo seamos carentes de obras suficientes para entenderlas. Las hay sobre sus desafíos y esperanzas, sobre su gobernanza internacional o su carácter como fenómeno interdisciplinario o acerca de su perspectiva teórica. Se la ve como cuestión del siglo XXI, mientras otros analizan su realidad en el siglo XX.
El caso es que Montanelli, al recordarnos que la historia de Europa empieza en China – oh coincidencia, ésta, al configurarse como imperio al igual que lo haría Roma, sufre la amenaza de los barbaros – los migrantes de entonces – que la acechaban desde el oeste, en tanto que a la Ciudad Eterna le llega la amenaza que la derrumba desde el este.
Así las cosas, como lo explica el autor, los emperadores chinos levantan la Gran Muralla y los romanos su limes, que únicamente sirvieron – se constata hacia el siglo III y lo prueba el Muro fronterizo construido hoy por USA para frenar a los latinoamericanos – mientras podían sostenerse los ejércitos que las guardasen. Pero, al término, ello no frenó a los mongoles que asaltaron la Muralla, los Jong-un, conocidos a la vez que padecidos desde este lado, el oeste, como Hunos. Nada quedó en pie. Cae Roma y abre sus espacios al medioevo que la deconstruye y recrean las páginas del libro que les refiero. Y no huelga la pregunta.
¿Acaso vivimos nuestro neomedievalismo – neologismo que populariza Umberto Eco – y nos cabe entender al quehacer pendiente a la luz de las enseñanzas que nos llevaron antes hacia el renacimiento, a partir del siglo XV? ¿Es lo que bulle en nuestras profundidades – me limito a pensar en Occidente y en nuestro complejo adánico presente – más allá de la virtualidad y la atemporalidad que nos fijan las grandes revoluciones posmodernas, la digital y la de la inteligencia artificial? No lo sé.
Sólo apunto a señalar algunos hitos que refiero en la obra que también alalimón escribí junto al maestro José Rodríguez Iturbe y para la cual hemos tomado en préstamo el título de una señera revista dirigida por Luis Herrera Campins, cuyo centenario se nos aproxima: Voz y Caminos: Los grandes temas del siglo XXI en la obra de Joseph Aloisius Ratzinger (Benedicto XVI). Pronto la presentaremos.
Señalo en mi introducción, que: El tiempo es movimiento y fluidez – diría la tendencia vitalista que representa Henri Bergson durante el siglo XX (1859-1941): “ese tiempo vivido que crece con algo permanente que está formándose”. Mas lo cierto es que, sin espacio, que es el otro a priori de toda existencia, se le resta al hombre la posibilidad de asentarse, tener un alto para la reflexión, para discernir sobre la cercanía o lejanía de su propósito y destino, y con los pies sobre la tierra mirar al cielo y no sólo al horizonte.
Los migrantes del siglo XXI, por lo pronto, medran impedidos de ser y de ser humanos hasta que logren asiento y se les permita mixturarse en sus sitios de destino. Y la cuestión señalada no es baladí, menos abstracta. La visito desde el ángulo intelectual judeocristiano, que es el nuestro, el de Occidente, y de sus principios innegociables.
Ahora se deconstruye al arraigo e intenta hacer del mundo una realidad en movimiento, de migraciones, y de misioneros permanentes que dejando sus iglesias se confunden con el ritmo evolutivo del cosmos y sus leyes: “Sueño con comunidades cristianas capaces de entregarse y de encarnarse en la Amazonia, hasta el punto de regalar a la Iglesia nuevos rostros con rasgos amazónicos”, predica en su Exhortación Apostólica “Querida Amazonia”, el actual Papa Francisco.
Benedicto XVI, antes bien, destaca a la Iglesia que se vuelve lugar y fija asientos. Y ajusta, metafóricamente, que “La iglesia-edificio es signo concreto – [es el lugar] – de la Iglesia-comunidad formada por las "piedras vivas" que son los creyentes, imagen que solían usar los Apóstoles” repite en su Angelus del 10 de diciembre de 2006: tiempo y lugar, objeto y sujeto, cuerpo y alma, en síntesis de lo que es la verdad palmaria.
El espacio, el eclesial, la iglesia como lugar, significa para Ratzinger no el mero lugar de la asamblea como ágape, sino como casa de oración, cuyo corazón es Cristo simbolizado “por la arquitectura del espacio”. Allí donde el Cristo eucarístico es centro espacial e ideal, cuya ‘comida’ aúna y reúne “a los cristianos de todos los lugares y tiempos con unidad mucho más real de lo que pudiera hacerlo un templo de piedra”. (De su obra, El Nuevo Pueblo de Dios, Herder, 1972).
En una hora, pues, mejor ganada para el goce colectivo de la incertidumbre, de aparente ejercicio de libertades sin contención por los hombres, de fragmentación de los lazos sociales entre los mismos occidentales y de «nuevas seguridades» procuradas de modo heterónomo por las tecnologías globalizadoras y sus plataformas dirigidas al mundo de los sentidos y en negación del albedrío libre, salvar lo esencial de nuestro patrimonio intelectual representa un acto de responsabilidad intergeneracional inexcusable.
En medio de la dispersión migratoria que es deconstrucción en avance de los sólidos institucionales, culturales, sociales y políticos conocidos, “tenemos que defender la verdad a toda costa, aunque volvamos a ser solamente doce”. Es una frase adecuada, atribuida a San Juan Pablo II. Es, sin duda, la cuestión vertebral y el punto que alimenta al «quiebre epocal» en curso, más allá de que el mismo sentido del tiempo se esté diluyendo y que la globalización conspire contra lo lugareño, incluido el sano sentido de la nación.