Tácito, cónsul e historiador romano nacido entre los años 52 a 55 después de J.C. – partidario del pasado, por nostálgico de la “antigua libertad” – recordaba que, a raíz de la batalla de Accio, cuando se enfrentan la flota de Cesar Octavio comandada por Agripa contra Marco Antonio y su aliada Cleopatra hacia el año 31 de la era precedente, “la verdad fue quebrantada una vez como el poder lo asume “uno solo”.
La gente comenzó a ver al Estado como ajeno y aduló por gusto u odio a quien manda, pero al cabo enemigos o sometidos dejaron de preocuparse “por la posteridad”. La detracción o la envidia hicieron cuerpo y “la malignidad – escribe Cornelius Tacitus – llevó consigo una falsa apariencia de libertad”. Se hizo fácil despreciar la parcialidad de los escritores, señala.
Concuerdo, así, con el colofón del reciente artículo homenaje que, en el marco de las celebraciones del centenario de Carlos Andrés Pérez, escribe su cercana colaboradora, la embajadora y amiga Rosario Orellana: “Motivos para arrepentirse sobran, pero ¿acaso aporta algo a las soluciones [en Venezuela]…?”.
Se refiere a los enconos que dieran al traste con el segundo mandato de CAP y que, por lo visto, tampoco superan y acrecen sus causahabientes a modo de revancha, en especial los adoptados en su hora postrera. Al cabo destruyen la mejor enseñanza que este les dejase: “Yo no tengo enemigos” le repite a Armando Durán, que lo conoce desde niño y en los tiempos de su exilio en Cuba durante el gobierno de Prío Socarrás. Allí también llega mi padre, de quien heredo a temprana edad nuestra amistad con Pérez y que cultivo hasta su muerte.
Combativo sí era y constante. Fue implacable opositor a Rafael Caldera durante el primer mandato de este, al punto que le frena sus programas de “promoción popular” diseñados por los Calvani. Tanto como Caldera se le opone, luego de haberlo apoyado para que introdujese reformas económicas a raíz de El Caracazo, que concertaron en el Centro Carter a donde viajaron juntos. Pero eso es peccata minuta.
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Uno y otro se conocían, se hablaban, y respetaban – eran hombres de Estado – los límites del ardor democrático, esos a los que se refiere Rómulo Betancourt en su primer mandato civil e inaugurándose el Pacto de Puntofijo: “El «yo acabaré con los godos hasta como núcleo social», de la conocida frase del autócrata, que se exhibía con externo atuendo liberal, es expresión que tipifica esa saña cainita que ha dado fisonomía a las pugnas interpartidarias en Venezuela. La coalición ha significado y significa – afirma – la eliminación de ese canibalismo tradicional en nuestro país en las luchas entre los partidos, realizadas en los limitados intertulios democráticos, paréntesis fugaces entre largas etapas en las que se impuso sobre la nación el imperio autoritario de dictadores y de déspotas”.
La lección del 18 de octubre de 1945 y de la década militar les impuso a todos superar y amagar el torbellino de pasiones del que da cuenta nuestra historia desde la caída de la Primer República. Se rebaja a Bolívar para ensalzar a Miranda, se condena a Páez para reivindicar a Bolívar, mientras los Monagas usan de tales mezquindades para entronizar su dictadura nepotista. Tanto como se vituperaba la decencia del sabio Vargas por los bolivarianos de entonces – a pesar de que se opone este a los perdones que les otorga Páez – y quienes, como el coronel Carujo, intentaron asesinar al propio Libertador. Los Guzmán, padre e hijo, después acabarán con unos y con otros: “Entran a saco en los pueblos y barren el ripio de la exigua propiedad que quedaba”.
El culto de la heroicidad siempre lleva al destrone y a la profanación de los otros héroes, y por ese camino las mentiras o medias verdades perturban el sano juicio del hombre libre.
La historia de los años finales del siglo XX y primeros del presente, por lo visto, habrá de esperar hasta que otro historiador de fuste, como Germán Carrera Damas, logre dejar atrás lo panfletario o lo que es obra de opiniones de medianía, escritas en la trinchera, incluso para ocultar culpas propias.
En suma, para que trascienda a su historia todo hombre que hace historia, como CAP y como Caldera, y como lo dice Carrera a propósito de Rómulo, se le ha de redescubrir en su personalidad histórica, y nada más. Es un oficio exigente, serio, ajeno a los cotilleos.
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Pérez y Caldera fueron adversarios, nunca enemigos. Uno y otro, en sus momentos agonales, entendieron al país que se les disolvía y trataron de reconducirlo por encima de sus partidos y circunstancias, a sus modos. Uno y otro tuvieron con estos serios desencuentros. Mas uno y otro, predicaron la paz, respetaron a la democracia. Aquel respeto a la Justicia, siéndole injusta y parcial, politizada. Este, reformista, se negó a la aventura de las constituyentes.
CAP, aquí sí, se le anticipa al Caldera II como pacificador, cuando el 2 de abril de 1992, a sólo dos meses del golpe del 4F que le tuvo por víctima, mediante decreto 2.174 consagra el perdón – los sobreseimientos – de los alzados. Y los candidatos que bregan para llegar a Miraflores después de él – Fermín, Álvarez Paz y Velásquez – prometen al país leyes de amnistía para todos los bolivarianos.
Caldera, en línea con lo establecido por CAP y ofrecido por los candidatos, no por él, libera a los que restan, incluido Chávez; pero a los suyos los expulsa de las Fuerzas Armadas. Tenían dos años encarcelados, sin juicio, para 1994. El Rector Vargas los hubiese criticado a todos.
Pérez y Caldera, sin embargo, jamás imaginaron que los medios que propiciaran el derrocamiento judicial de éste, coaligados con su partido, AD, después se unirían a los actores de la crisis bancaria y a la embajada americana para apoyar a Chávez, vengándose de Caldera. Son los arrepentidos. Sabían que desde Miraflores se apostaba a la victoria de Henrique Salas Römer.
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