Desde distintos ángulos ha de revisarse y comprenderse, para situarlos en sus términos adecuados, contextualizándolos, los sucesos de Oslo a propósito de la entrega del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado. No se trata de un hito, que se basta. Tendrán una honda significación para la lucha que libra Occidente frente a las corrientes que han animado, durante tres décadas, la deconstrucción y el descreimiento democrático, a fin de perturbar las bases fundacionales de nuestra civilización.
La ejemplaridad de Machado es, ahora y para lo sucesivo, salvo para quienes reducen la política a oficio de agiotistas o son cultores del botín del estatismo, un símbolo mundial para el renacimiento de la democracia. Tres décadas (1989-2019) y algo más, repito, se han gastado para acuñar el supuesto desencanto con la democracia, tras el «quiebre epocal» inaugurado con dicha elipse. Las virtudes de ese modelo de vida perfectible para el aseguramiento de la paz y la libertad, como derechos naturales totalizantes y como tríada junto a la misma democracia, se vieron postergadas.
Al referirme a María Corina como arquetipo, para evitar equívocos preciso que es ella el referente vivo y activo alrededor de cuya trayectoria, en sus luchas por libertad de Venezuela y en un instante en el que se han vuelto líquidas las bases de nuestra modernidad cultural, podremos rescatar y levantar la piedra angular del respeto a la dignidad de la persona. Se trata, por ende, de despejar e iluminar el camino por transitar en tiempos de incertidumbre y de vida nómade por deslocalizada.
Valga, como referencia, que Hesíodo narra como Zeus le oculta el fuego a los hombres, que eran ígneos en el origen, por causa del falso sacrificio de Prometeo, hasta que este les salva robando el fuego al mismo Zeus. En nuestro caso nos robaron la democracia, tras la caída del Muro de Berlín y la emergencia del globalismo. Fue perturbado su significante en sus significados, para que no dijesen más lo que es como experiencia, hasta volverla una aporía, un objeto de consumo al detal y que puede dispensarse bajo la arbitrariedad de los oficiantes de la política.
No por azar, los viudos del comunismo cubano, unidos a Rusia y China ahora se empeñan en sostener que la paz y su binomio democrático es algo tan íntimo que, cada uno y cada cual ha de tener derecho a usarlos y hasta vaciarlos de finalidad moral en cada acto de elección e incluso para que a través del voto, democráticamente, se avance hacia el camino de las balas. Tanto es así que son estos los que aún promueven que el hombre – como varón o mujer – puede desnudarse de lo que es y hasta enterrar sus esencias connaturales por propia decisión, incluso para cosificarse a sí y volverse pieza de recambio sobre las redes de la ciudadanía global y digital.
Es como si alguien, de buenas a primera y de mala fe, hubiese decidido enajenarnos y separarnos de todo sistema de ideas, de creencias, de valores y de principios, como guías necesarias para el comportamiento individual y social, en el marco de nuestros propios proyectos de vida. Se ha auspiciado el sueño de la razón, que sólo procrea monstruos.
Desde tal hito y a lo largo del tiempo que hemos vivido - esto cabe decirlo sin ambages desde el muestrario o laboratorio que ha sido Venezuela – la política, como forma elevada de servicio a las causas forjadas por la razón despierta y con propósitos de bien común, dejó de ser tal. Hasta ha muerto su ciencia, como lo indica César Cansino. Se volvió, agresivamente, medio para sólo obtener y detentar el poder, lucrarse de este, sostenerlo como profesión liberal en un mercado que ni siquiera respeta las reglas de una sana competencia e instrumentaliza a quienes ve únicamente como consumidores, los votantes. Y esta crítica no es la obra de la tan denunciada antipolítica, sino la constatación de la política que medra como simple táctica a la orden de quienes la han envilecido.
Los partidos políticos, bajo tal deriva y desde finales del siglo XX se han pulverizado, en Occidente. En Venezuela son franquicias, ajenas a la vida de la gente y a la cotidianidad de las personas. De modo que, el renacimiento democrático propulsado por Machado y que tiene como hitos a los años 2023 y 2024, reconocido por Oslo, parte de su empeño sin tregua para la revalorización humana del votante; invitándole a discernir libremente y en conciencia para que se exprese, haciéndose directo responsable y defensor de ese derecho suyo y polivalente – pensar, tener conciencia, reunirse para contrastar ideas, manifestar públicamente y decidir sin condiciones ni bajo presión sobre la comunidad o el país al que aspira. Es lo que pondera y convence, repito, al Comité Nobel que le confiere a María Corina el Premio Nobel de la Paz. Allí reside esa clave elemental, olvidada, postergada, e indispensable para la forja de una democracia verdadera, para que sea fundamento de la paz.
“Nos reunimos hoy, por lo tanto, para defender algo mucho más importante que cualquiera de los dos lados de una división política o ideológica. Nos reunimos para defender a la propia democracia, el fundamento mismo sobre el que descansa una paz duradera. Cuando la gente se niega a renunciar a la democracia, también se niega a renunciar a la paz. Quien entiende profundamente esta verdad es María Corina Machado”, declara el presidente del Comité Noruego antes de hacerle entrega del Premio, que lo recibe su hija, Ana Corina Sosa, como para hacer del Nobel un compromiso de futuro y por hacerse y defenderse, con coraje y con principios a la mano.
Jørgen Watne Frydnes, presidente del Comité del Nobel arguye, al efecto, que “la paz y la democracia no pueden separarse sin que ambas pierdan sus significados. La paz duradera requiere un Estado de derecho, la participación política y el respeto por la dignidad humana”, dice. En otras palabras, afirma que sin democracia, como escena para debatir nuestras discrepancias, no cabe una distinción significativa entre derecha e izquierda, “no existe una forma legítima de discrepar, ni una auténtica vida política”; de donde “la democracia no es un lujo prescindible. No es un adorno que se coloca en una estantería. La democracia es trabajo arduo. Es acción y negociación. Es una obligación viva”, dado que sus instrumentos “son los instrumentos de la paz”, finaliza.
Al escucharle declarar lo anterior de viva voz y en el Ayuntamiento de Oslo, donde se realizara la ceremonia del Nobel, en mi caso, atado desde hace más de 60 años al mantra de estirpe cristiana que nos legara Maritain, redescubrí ex novo, observando el juicio que Frydnes hacía sobre la vida de Machado, el sentido atemporal y práctico de mi credo democrático: «La democracia es una experiencia de vida, un estado del espíritu».
Oslo, incluso para mí, después de haber sostenido a contravía del pensamiento dominante el derecho humano a la democracia en la misma hora del desencanto – lo hice en 2006 ante la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires – es, para lo sucesivo, un faro vertebrador. Emerge desde la ejemplaridad de Machado. El lúcido y exegético criterio de Frydnes, joven politólogo formado en Noruega y Nueva York, que apenas frisa las cuatro décadas de vida, es consistente al respecto.
“Los regímenes autoritarios aprenden unos de otros. Comparten tecnologías y sistemas de propaganda. Detrás de Maduro – lo observa Frydnes desde la capital noruega – están Cuba, Rusia, Irán, China y Hezbolla que proporcionan armas, sistemas de vigilancia y vías de supervivencia económica. Hacen que el régimen sea más robusto y más brutal”.
Celebré seguidamente, al escuchar el histórico manifiesto del presidente del Comité Nobel, no haber errado en las premisas de mi libro intitulado Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (2018), a saber, que mientras crecían desde inicios del siglo XXI las elecciones en igual medida se reducían los espacios de la democracia en la región; tanto como han debilitado las garantías de los derechos humanos en la misma medida en las que éstos se han visto cosificados por el populismo y afectados por una inflación que les ha restado toda efectividad. Lo relevante no son, ciertamente, mis constataciones, sino el alegato que como razón de fondo esgrime Frydnes.
“En 2024 se celebraron más elecciones que en ningún otro año anterior, pero cada vez menos son libres y justas. El poder de la ley se usa de forma indebida. Se silencia a los medios libres. Los críticos son encarcelados. Cada vez más países, incluso aquellos con una larga tradición democrática, están derivando hacia el autoritarismo y el militarismo”; y ello, justamente, por haberse postergado el respeto a la dignidad del votante. Así de simple.
Dos ideas fuerza prosiguen en el discurso del Nobel, una, que “la paz sin justicia no es paz”. Otra, que “el diálogo sin verdad no es reconciliación”. Hacen directa relación, como lo creo, con una cuestión muy aguda y de fuerte importancia para la transición que le espera, cuando menos, a Venezuela, a saber, la de construir su memoria, servir a la verdad y alcanzar una justicia reparadora; pero entendiéndose que la última es ajena a la idea de la venganza, la del ojo por ojo, diente por diente.
En cuanto al diálogo, como propio en toda democracia y para la restitución de sus elementos esenciales y componentes fundamentales, Frydnes se refiere al «dilema del diálogo» y trae a colación lo que tras sus coincidentes vivencias enseñan, tanto como María Corina, los premios nobeles Lech Walesa y Nelson Mandela.
“En los sistemas autoritarios, el diálogo puede conducir a mejoras, pero también puede ser una trampa. El diálogo se utiliza a menudo para ganar tiempo, generar división y controlar la agenda”, recuerda. Es lo ocurrido, de forma contumaz, en Venezuela, sea a raíz de los acuerdos mediados por el Centro Carter y la OEA en 2003, que tenían como garante al propio Nicolás Maduro bajo el gobierno de Hugo Chávez Frías, sea con los Acuerdos de Barbados de 2023 bajo su actual dictadura. A estos se sometió Machado sin participar de los mismos, dando ejemplo de tolerancia. Luego, ella misma, con la verticalidad característica de su comportamiento cívico, llegado el momento puso al desnudo su carácter falaz tras las elecciones primarias en las que gana la candidatura presidencial y cuando sucesivamente se le inhabilita, endosando la candidatura presidencial de Edmundo González Urrutia, ganador de las elecciones en 2024.
“Nunca ha rechazado el principio de hablar con la otra parte, pero sí ha rechazado los procesos vacíos”, dice de María Corina el Comité Nobel, dándole otra vez relevancia a su ejemplaridad.
Luego de ponderar y hasta comprender la complejidad del comportamiento de los llamados opositores democráticos bajo una satrapía como la venezolana, ajusta Frydnes, desde una perspectiva ética y como razón práctica lo siguiente: “Deben saltar las alarmas cuando las opiniones que expresamos sean idénticas a las difundidas por uno de los sistemas de desinformación más manipuladores del mundo [como el cubano-venezolano]. Porque, en ese caso, no solo estamos difundiendo información, sino la propaganda estratégica de un dictador”.
Al término, el presidente del Comité nos invita a todos para que nos interroguemos, a nosotros mismos, sobre “¿por qué nos resulta tan difícil preservar la democracia, una forma de gobierno concebida para proteger nuestra libertad y nuestra paz? Y al efecto hace una precisión crucial, como petición de principio y avance de respuesta: “La democracia es más que una forma de gobierno”. Y he allí, exactamente, el secreto del quehacer exitoso, durante décadas, de María Corina Machado, desde Venezuela. Lo contextualizo.
La voluntad de nación
En el laboratorio que ha sido nuestro país, tras la caída de la Primera República y considerándose por los hombres de armas que los venezolanos no estábamos preparados para el bien de la libertad, se nos impusieron, a lo largo de nuestra magra historia, dictaduras y dictablandas. Se forma una república sin nación durante la primera mitad del siglo XX, la república militar. En ella sólo existen como venezolanos quienes logran filtrarse hacia el mundo de los cuarteles y no por azar se decía y repetía con sorna que, es más fácil militarizar a un civil que civilizar a un militar.
Lo inédito, bajo el liderazgo de María Corina y en medio de la fuerte militarización sufrida por el país, es la reacción en contrario del movimiento democrático venezolano contemporáneo. En igual orden, llegada la república civil de partidos, que fue de partidos acaudillados a pesar de la fuerte modernización alcanzada por el conjunto de los venezolanos, Venezuela, como nación en forja que lo ha sido siempre, existió bajo la lógica del poder republicano. Es decir, éramos y existíamos, apenas, como expresión electoral y para la formación del poder dentro de la misma república.
Los esfuerzos denodados para estimular la participación democrática siempre chocaron con mitos de mucho arraigo, como el mito de El Dorante, el culto del caudillismo o del gendarme necesario, el mito adánico, es decir, el reiniciar la vida de la república desde cero tras cada tramo que propiciaba la alternabilidad electoral. Asimismo, tras 1989 hasta 2023, sensiblemente, la política y los partidos se reafirman, por imperio de las desideologizaciones en boga, como maquinarias de gestión y reparto de cuotas del poder. Atrás quedaba el partido como vehículo para servir a una causa.
Que tal reparto sea uno de los elementos configuradores de la democracia, nadie lo niega, siempre que se le entienda en su finalidad o teleología, o sea, como condición que evita la concentración del poder y a objeto de proteger a las personas y a sus derechos fundamentales de las desviaciones autoritarias; por lo que el reparto se corrompe, una vez como se le conjuga pro príncipe o en beneficio del actor político, dejándose atrás la lógica pro homine y para beneficio de la mayor libertad, que a eso se debería concretar el ideal de la justicia.
La sentencia de Oslo es concluyente, por lo que cabe repetirla: “En el núcleo de la lucha por la democracia brilla una simple verdad: la democracia es más que una forma de gobierno”.
Concluida la ceremonia en la sede del Ayuntamiento, tomé camino hacia la Universidad de Oslo, donde escucharíamos las disertaciones, entre otros, del presidente electo de Venezuela, González Urrutia y de Ellen Johnson Sirleaf, expresidenta de Liberia y Premio Nobel de la paz 2011. Allí me fue inevitable, imitando a Jano, mirar hacia atrás, hacia el tiempo transcurrido, mientras me detenía por instantes ante el majestuoso frontón neoclásico, suerte de Partenón griego, de la prestigiosa Casa Superior de Estudios que nos acogía con motivo del Premio Nobel.
El caso es que, en dicho ateneo noruego, tres décadas atrás, nos habíamos reunido varios colegas bajo el paraguas de la UNESCO, para debatir las líneas de un Proyecto de Declaración Universal sobre el Derecho Humano a la Paz. La fijamos, a tal paz y como derecho, como un bien común de la humanidad y valor universal y fundamental al que aspiran todos los seres humanos y todos los pueblos. Por lo que, antes de retirarme, desde lo íntimo, para mis adentros, rendí homenaje cálido y memorioso, a distancia del tiempo y el espacio, a quienes tuvieron el coraje de proclamar como tesis, desde Oslo, la relación estrecha entre la paz como derecho y la garantía del conjunto de los derechos que se desprenden de la dignidad de la persona humana.
Nuestro trabajo, más tarde, encalló en París bajo mi dirección, como cabeza del Comité de Redacción de la UNESCO. Los gobiernos le negaron a la paz su condición como derecho de todo individuo y de toda sociedad, reduciéndosela a una mera aspiración moral.
Seguro estoy que mis compañeros de hornada, si hubiesen escuchado a Frydnes, lo habrían aplaudido de pie, sobre todo al afirmar que “María Corina Machado y la oposición venezolana han encendido una llama que ninguna tortura, ninguna mentira y ningún miedo podrán apagar”. Registro, pues, a manera de epílogo, sus nombres, que se ven tardíamente reivindicados: Federico Mayor Zaragoza (Ϯ), director general de la UNESCO; Erling Eide, profesor de la Universidad de Oslo; Karel Vasak (Ϯ), francés, padre de los derechos humanos de cuarta generación; el juez tunecino Rafaá Ben Achour, de la Corte Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos; Héctor Gros Espiell (Ϯ), juez y jurista, canciller que fue del Uruguay (Ϯ); Raymond Ranjeva, juez malgache de la Corte Internacional de Justicia; Antonio Cançado Trindade (Ϯ), jurista brasileño, juez de la Corte Interamericana y luego de la Corte Internacional de Justicia; Emmanuel Roucounas, griego, miembro de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU; el catedrático italiano de derechos humanos, Claudio Zanghi, expresidente del Comité de Derechos Humanos del Consejo de Europa; y Janusz Symonides (Ϯ), jurista y diplomático polaco, director de derechos humanos y democracia en la UNESCO.
Tras la gesta de María Corina, nuestra Premio Nobel de la Paz, en suma y enhorabuena queda un mea culpa, transcurridos 25 años de indiferencia internacional sobre la verdad de Venezuela, urgida de paz y de suyo de un renacimiento democrático. “A todos aquellos en Caracas y en otras ciudades de Venezuela que se ven obligados a susurrar el lenguaje de la libertad, que nos escuchen ahora. Que sepan que el mundo no les da la espalda. Que la libertad se acerca. Y que Venezuela volverá a ser un país pacífico y democrático. Que amanezca una nueva era”, fue el deseo expresado como epílogo por el Comité Nobel antes de hacerle entrega del diploma y la presea del Premio Nobel de la Paz a Ana Corina Sosa. Ella lo recibió en ausencia de su madre, esperando que, entre tanto, esta pudiese salir con éxito de su clandestinidad mientras la perseguía, en Venezuela, el mal absoluto y su absoluta banalidad.