Debo inspiración para este texto a María de los Ángeles Fernández, lúcida académica y potente voz feminista, por su columna en La Tercera de Chile. En “La constitucionalización de la política” nos dice que la Convención Constituyente en curso está asumiendo temas y espacios que no son estrictamente de su competencia. Actúa, en consecuencia, como una suerte de sustituto de la política, de ahí el título de su nota.
Ello debido a la variedad de cuestiones que exceden su misión, en principio limitada a la elaboración de una Carta Fundamental. Menciona el espinoso tema de los indultos a los responsables de violencia durante las protestas de 2019, con lo cual la Constituyente se introduce de lleno en un incipiente conflicto de poderes, y la intención de algunos miembros de revisar la norma preexistente del quorum de dos tercios; con lo cual activa conflictos ideológicos, agrego yo ahora, exacerbando una polarización que, por el contrario, debería moderar.
Se produce así la “constitucionalización de la política”. La autora nos dice que el fenómeno es equiparable a la “tecnocratización de la política”, el conocimiento técnico como exclusiva fuente de legitimidad, y la “judicialización de la política”, cuando los tribunales asumen la tarea de dirimir conflictos de naturaleza eminentemente política.
Habrá que ver, además, si y cómo se plasman en el texto otros temas, por ejemplo, la posición de muchos constituyentes favorable a prohibir o limitar la inversión extranjera. Todo esto sugiere que el proceso constituyente pueda derivar en un juego de suma-cero, en el cual la ganancia de unos depende de las pérdidas de otros, cuando idealmente debería ser un juego cooperativo.
Todo ello, acompañado por un intenso calendario electoral para 2021, con elecciones regionales, parlamentarias y presidenciales, es fuente de preocupación. Escribir una Constitución en simultáneo con una campaña electoral supone lógicas políticas mutuamente excluyentes. Jugar una partida de ajedrez mientras se redefinen sus reglas presenta el riesgo de trancar el juego.
Los sustitutos aparecen cuando existe una abdicación, cuando la política deja de cumplir su función: negociar, acordar y finalmente pactar preferencias, por definición de segundo orden para todos los actores con el propósito de aproximarse a un cierto óptimo social. O sea, una síntesis que resulte en una suma agregada positiva. Y eso solo lo pueden hacer los partidos políticos, no los movimientos sociales.
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El problema es que la Constituyente está dominada por independientes organizados en lógica movimientista y por partidos con una fuerte definición anti-liberal, con lo cual funcionan como movimiento social. Que la propia presidenta de la Convención no tenga trayectoria partidaria alguna—es activista social mapuche—expresa cabalmente esta realidad.
Ocurre que aquellos viejos partidos, cohesionados, pragmáticos, moderados y, como tal, interesados en llegar al votante medio y representar a amplios sectores, hoy están debilitados en extremo. Ello sucede a ambos lados del espectro. La Democracia Cristiana ha perdido relevancia, pero lo mismo se puede decir del PPD y similar camino tal vez le toque a Renovación Nacional.
Siempre regresamos a la vieja discusión acerca del presunto rol democratizador de la sociedad civil. Subrayo presunto, pues una enorme literatura ha demostrado cómo bajo ciertas condiciones históricas amplios sectores de la sociedad civil pueden ser la base de sustentación de experiencias profundamente antidemocráticas; la segregación en el Sur americano, el nacional-socialismo alemán y el Apartheid sudafricano, entre otros, ilustran el punto.
La sociedad civil no es intrínsecamente una arena de consenso—es decir, en todo tiempo y lugar—mucho menos la fuente de todo tipo de virtudes. La construcción de consenso en la sociedad es contingente y es tarea de los partidos políticos; su éxito resulta en democracia. En la futura constitución chilena podría ocurrir lo contrario, siendo que existen propuestas de eliminar el requisito de mayorías calificadas de dos-tercios y tres-quintos, admitiendo así la mayoría simple para toda clase de legislación.
Nótese la irracionalidad: 155 constituyentes elegidos por el 38% del padrón electoral podrían transformar radicalmente el país con una mayoría simple. Algo similar podría ocurrir en Perú, donde hace décadas que los partidos políticos están literalmente licuados. Allí un candidato que ganó la primera vuelta con menos del 20% de los votos, y que habiendo vencido en la segunda por un puñado de votos está a punto de ser ungido presidente, ya ha propuesto una nueva constitución.
Esta nueva ola de Constitucionalismo latinoamericano, sin partidos y con exiguo apoyo popular, es una resbaladiza pendiente que por cierto no concluye en los amplios consensos necesarios para construir la democracia. La región ha producido procesos constitucionales virtuosos, por ejemplo, Brasil en 1988, Colombia en 1991 y Argentina en 1994. No escasean los ejemplos para imitar, pero desafortunadamente no se copia lo bueno.
En Chile, es loable el esfuerzo por resolver de forma institucional la crisis política y social más profunda desde el retorno de la democracia. La mala noticia es que podría terminar como una suerte de imagen especular del proceso constitucional de Pinochet en 1980. Su orientación ideológica es la inversa, pero—por ahora—se ve calcado en relación a la ausencia de la negociación imprescindible para que una Carta Fundamental consagre los derechos de todos y represente a toda una nación.
Artículo de opinión por Héctor Schamis