“De manera inequívoca rechazo la decisión de la anterior Administración de Estados Unidos de designar a Cuba como Estado patrocinador del terrorismo. El Presidente Biden debe comenzar inmediatamente el proceso de revisión para su derogación. Cuba debe ser elogiada por el papel fundamental que desempeñó ayudando a concluir décadas de conflicto y facilitar la reconciliación en Colombia, no enfrentarse a sanciones por haberlo hecho”.
Así dice el pronunciamiento público del expresidente Juan Manuel Santos. Lo hizo en representación de “The Elders”, organización de notables fundada por Nelson Mandela en 2007 y que se define como un grupo de líderes que “trabaja por la paz, la justicia y los derechos humanos”. El gobierno de Noruega, también parte de dicho proceso, se pronunció en términos similares.
La controversia es por la inclusión de Cuba en el listado de países auspiciantes de terrorismo, grupo donde ya estaban Irán, Siria y Corea del Norte. Decisión tomada apenas días antes del cambio de administración, se invocó para ello la protección de La Habana a terroristas del ELN—quienes son requeridos por la justicia colombiana por el atentado contra la Escuela de Policía de enero de 2019—y el apoyo brindado a Maduro y su dictadura, a su vez permisiva con organizaciones terroristas.
Una crítica escuchada fue que la decisión obedeció a consideraciones internas: recompensar a los votantes del estado de Florida, quienes otorgaron una sólida victoria a Trump, y atar de manos al entrante Presidente Biden, quien ya había manifestado su intención de retornar a la estrategia de los años de Obama-Biden, priorizando la no-confrontación.
Una reflexión frecuente al respecto ha sido que, si bien Cuba es una dictadura que niega derechos a sus ciudadanos de manera sistemática, no existe evidencia de su supuesto involucramiento en actos de terrorismo. Sin embargo este último argumento—que se escucha desde hace décadas—soslaya hechos recientes que lo hacen erróneo y que cuestionan la viabilidad de retornar a los años de la cálida relación de Obama con Raúl Castro.
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Curiosamente, está casi completamente ausente en esta discusión que en marzo pasado el Departamento de Justicia de Estados Unidos imputó a altos funcionarios de la dictadura venezolana y ofreció recompensas por información útil para su captura. Están acusados Maduro y 14 más de la primera línea de su régimen. El expediente detalla la asociación de la dictadura venezolana con el Cartel de los Soles y las FARC disidentes en un delito que se caracteriza como “narcoterrorismo”.
No es la única vinculación de Maduro con elementos terroristas. El ELN—reitero, protegido por el Estado cubano—está involucrado en la minería ilegal del Orinoco, una suerte de concesión otorgada por Maduro. Las FARC disidentes entran y salen de Venezuela a voluntad. Y la presencia de personal militar iraní y de Hezbollah ha sido registrada en innumerables testimonios periodísticos.
Ello es más que pertinente para el caso porque, a su vez, las propias agencias federales de Estados Unidos han documentado sobradamente el papel de Cuba en el sostenimiento de Maduro. La seguridad de Maduro, el control aeroportuario, la confección del padrón electoral y la documentación de los ciudadanos, y la contrainteligencia militar, incluyendo la tortura de los oficiales en cautiverio, están en manos del aparato de inteligencia cubano. Sin Cuba, Maduro habría caído hace tiempo.
Por simple propiedad transitiva, entonces, el régimen comunista de la Isla auspicia actos de terrorismo. La dictadura de La Habana no se involucra en tales crímenes directamente, los subcontrata. Dichos actos no ocurren en territorio cubano, ni son cubanos quienes los ejecutan. Cuba terceriza el terrorismo en Venezuela, es el soporte del régimen de Maduro porque de él vive. Es como Amazon, no produce nada pero le provee de capacidad logística a una dictadura narcoterrorista, según lo tipificó el propio Departamento de Justicia.
El Presidente Biden tiene mucho que pensar, “hard and long”, acerca de su intención de volver a la estrategia del deshielo. La imputación de Maduro y sus vínculos innegables con Cuba representan un obstáculo institucional tal vez infranqueable para dicha idea. Además, regresar al mundo usando la brújula que tenían en 2016 es una buena manera de perderse en el camino.
Desde el deshielo la dictadura cubana se hizo más represiva, no menos. La evidencia acumulada confirmó que Maduro es un criminal de lesa humanidad. Y el éxodo venezolano va camino a convertirse en la crisis de refugiados más grave del planeta, superando a Siria hacia mediados de 2021. La nueva administración tiene que ser verdaderamente nueva. Necesitan otros instrumentos de navegación, no los que usaron entre 2008 y 2016.
En cuanto al progresismo de cotillón de quienes intentan salvarle la cara a la dictadura más longeva de América, pues es hora que llamen a las cosas por su nombre. Juan Manuel Santos tenía 7 años cuando los hermanos Castro ya estaban violando los derechos de los cubanos. Uno de esos hermanos continúa vivo y haciendo exactamente lo mismo.
Que esa dictadura ahora esté asociada a un Nobel de la Paz y lo utilice como coartada y extorsión es otro más de sus crímenes. Y que ese Nobel se rasgue las vestiduras en su defensa corrompe el propio significado de la palabra “paz”. El verdadero progresismo, el único posible en relación a Cuba, es restaurar los derechos de un pueblo que sufre la opresión del totalitarismo desde hace más de seis décadas.
Héctor Schamis