Durante la segunda mitad del siglo XX se creía que las ideologías habían muerto, que habían perdido sentido y tracción. La ideología entendida como una lectura totalizante de la realidad; un sistema de creencias imbuidas de moral y con respuestas para todas las preguntas. En la jerga de hoy, una narrativa. Una “religión secular”, según el difundido libro de 1960 de Daniel Bell que proclamó “El Fin de la Ideología: el agotamiento de las ideas políticas en los años cincuenta”.
La referencia era al marxismo-leninismo aún vigente, a diferencia del fascismo derrotado en la guerra y desacreditado. El sistema comunista se había consolidado y aún expandido territorialmente. Sin embargo, ya desde el histórico “discurso secreto” de Khrushchev denunciando a Stalin en el vigésimo congreso del Partido Comunista en 1956, el desgaste ideológico se hizo visible.
El libro de Bell fue lúcido. En definitiva, sentenciar y promover el fin de la ideología totalitaria “tout court”—es decir, a derecha e izquierda por igual—tenía un sólido anclaje en la teoría social europea. Weber y su concepto de “autoridad racional-legal”, según la cual la legitimidad del gobierno se funda en leyes y regulaciones, y Manheim y su noción de “intelligentsia flotante”, una intelectualidad libre de ataduras de clase, son dos contribuciones clásicas sobre el tema. Para ambos el poder se racionaliza con base en el conocimiento, no en la ideología.
Pero el verdadero final de la ideología stalinista, y sobre todo su derrota cultural, surgió de las propias filas del comunismo italiano y el francés.
Como reacción a las invasiones a Hungría y a Checoslovaquia, el Eurocomunismo reformuló buena parte del pensamiento marxista-leninista del siglo XX. Fue usina de demoledoras críticas al socialismo realmente existente, refutando al stalinismo soviético y adhiriendo a la competencia electoral y el reformismo parlamentario; es decir, al capitalismo democrático.
En 1980 Gorbachev ingresó como miembro pleno del Politburo, llegando al cargo de Secretario General del partido en 1985 y Presidente del Presidium del Soviet Supreme en 1988. Glasnost y Perestroika, transparencia y reforma, se convirtieron en la nueva narrativa de Moscú. La premonición de Bell se hizo realidad: la caída del muro de Berlín en 1989 y la disolución de la Unión Soviética en 1990 fueron los hitos que señalaron el derrumbe de la última ideología totalitaria de Occidente.
La única “ideología” (si bien, no exactamente tal) con validez que quedó fueron los principios de la libertad política y económica, el camino a la democracia y la prosperidad. Excepto que el optimismo de comienzos de los noventa, cuyo punto máximo fue la reunificación alemana en octubre de 1990, fue efímero. De manera inmediata, el fin de la Guerra Fría trajo consigo el renacer de las ideologías.
Las instituciones de la bipolaridad habían tenido un especial interés en controlar las aspiraciones nacionalistas, ideología en el origen de dos guerras europeas. Las identidades nacionales estaban silenciadas por un sistema de alianzas e instituciones protectoras de la seguridad, pero con la disolución de la Unión Soviética y Yugoslavia comenzaron a colisionar con los moldes políticos que las contenían: los Estados multinacionales europeos. Ello ocurrió de manera pacífica y democrática en la partición de Checoslovaquia, pero con terrorismo en el fallido secesionismo de Chechenia y Daguestán, y con genocidio en los Balcanes.
En estado de latencia durante la Guerra Fría, entonces, una vez reactivado, el virus nacionalista se propagó. Similares conflictos nacionales también llegaron al resto de Europa, como en los plebiscitos de Escocia y Cataluña, dirimiendo dichas controversias por medio de procesos pretendidamente democráticos. Pretendidamente porque, más allá de los métodos, el nacionalismo es una realidad contradictoria y resbaladiza, generador de procesos sociales que lo convierten en excluyente más que inclusivo, homogéneo en lugar de diverso, cerrado en vez de abierto. Y como tal es portador de un ADN totalitario.
El marxismo-leninismo ha caducado pero viejas y nuevas “religiones seculares”, y no tan seculares, se exhiben hoy con pretensiones hegemónicas. Las antiguas ideologías nacionalistas también se han reciclado en el neofascismo que inspira la guerra de Putin contra Ucrania; como el zarismo y como Stalin, refractario a la existencia de Ucrania como nación independiente de Rusia y los ucranianos como pueblo separado del pueblo ruso. Una lógica intelectualmente genocida.
También se observan los rasgos de dicha ideología en la xenofobia y el racismo de la extrema derecha europea de hoy, ya sea en el siempre amenazante Frente Nacional francés o en el antiguo “Sweden Democrats”, con representación parlamentaria recién desde 2010, así como en el Fidesz en Hungría (originalmente un partido liberal) y su permanente intento de someter al poder judicial. Y ello para no hablar del secesionismo de la “República Federal Padana”, una regresión casi de cine neorrealista a la península itálica de 1870. Los ejemplos no escasean.
La ideología de hoy ha renacido y se hace virulenta en los dogmas y mitos religiosos que informan y estructuran órdenes políticos teocráticos, como en Irán y Afganistán. Pero también en Israel, hasta ahora una democracia parlamentaria moldeada por los preceptos constitucionales liberales, separación de poderes y resguardo de los derechos y garantías de las personas.
El “hasta ahora” porque el primer ministro Netanyahu y su coalición han aprobado un proyecto que restringe el poder de la Corte Suprema, eliminando su capacidad de vetar decisiones del gabinete que puedan infringir la normativa constitucional. Una primera lectura de esta ley diría que un gobierno con mayoría parlamentaria que elimina los pesos y contrapesos entre las tres ramas del Estado pavimenta el camino a la autocracia. Hasta ahí, lo vemos con bastante frecuencia.
Pero el problema adicional es que Netanyahu es un primer ministro débil. Está procesado por corrupción y su partido Likud, tiene 32 escaños propios de un total de 120. Gobierna con una “mayoría” de 64 curules, pero los 32 restantes son de la coalición conservadora ultra-religiosa, la fuerza política que crece a mayor velocidad.
No es casual esta ley, entonces, ni que la derecha religiosa considere, convenientemente, que Netanyahu es un emisario de Dios decidido a hacer de Israel un Estado judío más devoto. Es decir, la segunda lectura del problema sugiere que el final del camino hacia la autocracia israelí bien podría estar definido por un orden teocrático. Sí, cómo Irán y Afganistán.
La ideología ha renacido. Sus dogmas han capturado la esfera pública; los fetichismos que alimentan la corrección política y la superioridad moral, por derecha y por izquierda. Es el no-debate de la política que transcurre en falacias. De este modo, el fanatismo se ha hecho norma; el espacio de la libertad se encoge; la democracia pierde significado. Repleta de viejos dogmas, la ideología vuelve para vengarse del mundo secular y racionalista.
Y ese sí que es “el fin de la historia”.