Iconoclasia venezolana: derribando estatuas, demoliendo un mito

Opinión

Iconoclasia venezolana: derribando estatuas, demoliendo un mito

Lea aquí la última columna de opinión de Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown.

Maduro habitualmente se define a sí mismo como “hijo de Chávez”, pues ha cometido un parricidio. Las primeras imágenes llegaron desde Coro, estado Falcón. Un manifestante encapuchado se trepa a la estatua de Chávez. Le desfigura el rostro a martillazos. Al cabo de varios minutos, el monumento cae del pedestal entre aplausos y vítores de la multitud.

En Mariara, Carabobo, derriban otra tirando de sogas atadas al cuello provocando el júbilo de la muchedumbre, para luego cortar su cabeza y arrastrarla en moto por las calles; una escena que se ha vuelto una insignia de esta lucha. Y así varias estatuas más, con videos y fotos de diversas localidades dando la vuelta al mundo, una verdadera iconoclasia.

Que el déspota ya no esté entre nosotros sino en el bronce, o cualquier otro material, no le resta significación al ritual en cuestión. Al contrario, su valor simbólico es mayor. Con ello se desmantela el mito, se escribe una historia alternativa. Por cierto, una historia liberadora, catarsis de tanto sufrimiento cuyo único final con justicia es la democracia.

Aunque el régimen logre perdurar hoy, su horizonte temporal está a la vista. Y si no obstante logra desafiar el calendario, será tan sólo prolongarse un rato más sobre la base de fraude y represión. Ya no tiene una historia para contar, eso que los expertos llaman “narrativa”. Esta rodó calle abajo junto con la cabeza de aquella estatua.

Es que las estatuas son artefactos políticos. En autocracia, su destrucción es mucho más que vandalismo. Es un vehículo de resistencia a la opresión, un canal de expresión de la ira colectiva, una narración que desafía el dogma oficial. Implica terminar de derrocar al déspota y su sistema de representación en el imaginario social, no importa que ese derrocamiento ya haya ocurrido en los hechos y esté en el registro de la historia.

Destruir esos monumentos procesa, si bien nunca resuelve, la humillación colectiva de la privación de derechos. Derribar estatuas demuele los mitos del totalitarismo, ello recompone la integridad de esa sociedad luego del trauma. Precisamente, en Kiev, Tallin o Praga, entre otros, la constitución de una identidad y una cultura democráticas incluyó abordar el legado histórico de los monumentos de la era soviética. Chávez está en buena compañía, su cabeza ha rodado como la de Lenin.

En muchas ciudades de Ucrania, inclusive, la destrucción de monumentos fue en su mayoría espontáneo. Por ejemplo, durante las protestas del Euromaidan en 2013, precipitadas por la decisión del gobierno de suspender un acuerdo de asociación con la Unión Europea. En Venezuela, la destrucción espontánea de estatuas es similar, una forma de post-chavismo autónomo de la sociedad civil, desde abajo.

En la Europa post-comunista, otras opciones han incluido relocalizar monumentos en museos al aire libre y parques a tal efecto; por ejemplo, el Grütas Park en Lituania, el Memento Park en Budapest y el cementerio de estatuas soviéticas en Tallin. Ello como testimonio de la historia porque el pasado no debe borrarse, sino reinterpretarse para darle sentido al futuro. Ya llegará ese momento en Venezuela, por ahora seguirán derribando estatuas de Chávez.

Mientras tanto continuarán las herejías, el rechazo a sus dogmas, creencias y leyendas, la rebelión contra el chavismo como autoridad establecida. Es que la elección fue un plebiscito sobre Maduro y su camarilla criminal. Han llevado al chavismo al pasado y probablemente lo dejen allí, fue un voto de reprobación, una rebelión cívica que cruzó clase social, región, educación y cualquier otra categoría de análisis electoral.

En otro episodio de la tradicional iconoclasia venezolana, los cerros han vuelto a bajar; sólo que ahora es contra el fraude. El país ha mutado, de la revolución socialista-bolivariana de Hugo Chávez a otra utopía, la cívico-democrática de María Corina Machado. Los cacerolazos resuenan más alto en los barrios más humildes, allí donde la pobreza está bien por encima del 80 por ciento. Que los colectivos chavistas estén a los tiros patrullando Petare, el barrio más chavista que jamás existió, resume esta historia.

Maduro habitualmente se define a sí mismo como “hijo de Chávez”, pues ha cometido un parricidio. No importa si paga sus otros crímenes con cárcel, la culpa que sentirá por este crimen, y que le recriminarán los otros hijos de Chávez, será su condena de por vida.

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