A partir de una denuncia de Sudáfrica invocando la Convención de 1948, la Corte Internacional de Justicia abrió un proceso contra Israel por la comisión de actos de genocidio. La demanda incluyó un pedido de medidas provisionales, entre ellas que la Corte ordene a Israel interrumpir sus operaciones en Gaza. Ello a sabiendas que un juicio de esta naturaleza demoraría años.
El cargo fue desestimado de manera contundente; la evidencia acerca del mismo es inmaterial, si no inexistente. La Corte tampoco ordenó a Israel detener su ofensiva. Sin embargo, sí le ordenó tomar todas las medidas necesarias para prevenir y castigar la incitación al genocidio y asegurar que la ayuda humanitaria llegue a Gaza. Una sentencia relativamente salomónica, un resultado previsible.
Con lo cual, el objetivo primordial de la demanda se cumplió: una victoria en otra corte, la de la opinión pública. Poniendo los términos “genocidio” y “Estado de Israel” en el mismo expediente judicial, y en la misma cobertura periodística, el daño fue infligido aún si sólo fuera en reputación. Después de todo, se trata del Estado creado como reparación a las víctimas de uno de los genocidios más trágicos de la historia.
Tal vez esto sirva para ponerle un freno a los fundamentalistas religiosos que sostienen a Netanyahu en el poder, mientras sueñan con el Gran Israel bíblico, un país con sus fronteras extendidas, homogéneo, judío en su totalidad y habitado por devotos ortodoxos. Llevada a sus últimas consecuencias, esta versión de “democratic backsliding”, dolencia que hoy aqueja a una buena parte de las democracias occidentales, proyecta una utopía específica: la teocracia.
No obstante, es manifiesta la liviandad con la que se usa el término “genocidio”. Se abusa de él en virtud de su trascendencia política, precisamente, y porque su ocurrencia obliga a los Estados a intervenir para detenerlo; a un mínimo para investigar y procesar a sus responsables. Ello atento a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de Naciones Unidas de diciembre de 1948. No es casual, entonces, que las medidas provisionales de la Corte ordenaran a Israel “prevenir y castigar la incitación al genocidio.”
Pero el genocidio no se mide por la ferocidad de un ataque militar, por injustificado que sea, ni por el número de muertes, por muchas que se cuenten; mucho menos por una incitación. Para que exista genocidio se requiere la deliberada intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Incluye matar, lesionar, someter, impedir los nacimientos en el seno de ese grupo (o sea, la esterilización compulsiva), así como también transferir por la fuerza niños de ese grupo a otro.
Por repulsivas que sean, las declaraciones supremacistas y las expresiones de racismo de algunos miembros del gabinete de Netanyahu, presentadas como “prueba” por Sudáfrica, no son evidencia de genocidio; resulta casi banal argumentarlo. Por lo dicho, para que haya genocidio se requiere una política y una estrategia destinadas a la disolución de una identidad colectiva.
Se puede imputar a Israel por imponer represalias excesivas, aún de cometer actos de venganza cruel—en respuesta al terror del 7 de octubre, recuérdese, lo cual no es menor—pero no por genocidio. Se le puede acusar de ignorar nociones fundantes del derecho internacional, como el principio de distinción entre objetivos civiles y militares, y el de proporcionalidad de la respuesta, ambos para evitar el daño excesivo en la población. Pero no de genocidio.
Es que así son las guerras. De Pearl Harbor a Hiroshima y del bombardeo de Londres al de Dresden ambas respuestas seguramente fueron excesivas, pero a una agresión previa de un Estado a otro. En el caso de Israel ocurrió lo mismo, una represalia a la agresión terrorista a su población civil, no provocada e injustificada, por parte de un Estado vecino, Gaza. En todos los casos nombrados se usó el derecho a la defensa, a su vez consagrado en la Carta de las Naciones Unidas desde 1945. Vuelvo al tema de Gaza como Estado abajo.
En suma, el genocidio supone una industria diseñada para el exterminio, como en el Tercer Reich, o una declaración de principios que lo proponga, como la de Hamas. Pues nada de eso puede ocurrir dentro de la arquitectura constitucional de Israel, que garantiza la separación de poderes, preserva las libertades civiles y protege los derechos de las minorías, y que ha sido ratificada por la Suprema Corte el pasado 1ro. de enero al derogar los intentos de Netanyahu por alterarla. En un Estado, el genocidio debe ser política de Estado para ser tal.
Lo anterior ilustra las ambigüedades y doble-standards con los que la “comunidad internacional”, como quiera que se defina, ha abordado este conflicto. La víctima del terrorismo ha dejado de ser tal, el terrorista es ahora inocente. Los bebés decapitados, las mujeres violadas y mutiladas, los rehenes aún en cautiverio han sido todos olvidados. La noción de causa y efecto ha quedado suspendida; el martirio fanático de Hamas se convierte así en una profecía auto-cumplida.
Nótese, Sudáfrica llevó su demanda por genocidio contra Israel a la Corte Internacional de Justicia porque la Convención contra el Genocidio de 1948 le otorga a dicha corte jurisdicción para dirimir cuestiones referidas a su interpretación y aplicación, incluyendo aquellas relativas a la responsabilidad de los Estados frente al genocidio. Sudáfrica lo hizo a instancias de la otra parte de este conflicto, que no es parte de la convención.
No lo es porque la otra parte, Gaza, no es un Estado, y quien controla ese territorio es una organización terrorista, Hamas. La petición de Sudáfrica no parece haber sido realizada en buena fe. Siendo que la CIJ solo tiene jurisdicción sobre las disputas entre Estados miembros de Naciones Unidas y Hamas no lo es, una de esas partes queda automáticamente eximida de obligaciones.
Se trata de una guerra en la que una de las partes está obligada por todos los instrumentos del derecho internacional y la otra parte por ninguno. Una parte es un Estado signatario de tratados y convenciones, incluida la convención de 1948, la otra de ninguno. Así es como la CIJ fue llamada a pronunciarse sobre un supuesto genocidio cometido por Israel, sin poder emitir palabra sobre los probados ataques terroristas, y genocidas, de Hamas.
Por definición cualquier fallo en esta controversia carece de ecuanimidad, la CIJ debió recusarse. La merma en su credibilidad queda establecida.
Gaza debe ser tratada como un Estado. Tiene un gobierno, Hamas, que controla el territorio, posee ejército, detenta el monopolio de los medios de la fuerza y ejerce dominación política sobre la población, un sistema despótico. Si fuera Estado tendría obligaciones internacionales; podría ser procesado por sus repetidas agresiones contra la población civil propia y de su vecino. Y rendir cuentas sobre una constitución, la declaración de principios de Hamas, que llama a la desaparición de un Estado vecino y el exterminio de su población, es decir, un genocidio.
También debería rendir cuentas acerca del uso de su propia población como escudos humanos y sobre la utilización de instalaciones civiles para fines militares, cometiendo crímenes de guerra y de lesa humanidad. Ese sí sería un buen tema para la CIJ y la Corte Penal Internacional y los instrumentos legales pertinentes, la Convención de 1948 y el Estatuto de Roma de 1998.
Claro que si fuera un Estado no gozaría de las rentas que extrae gracias a la ayuda internacional y las prebendas de UNRWA, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados de Palestina y Oriente Próximo. Hoy se divulga abiertamente un viejo secreto a voces: que UNRWA está en colusión con Hamas, al punto que muchos de los terroristas del 7 de octubre eran funcionarios de UNRWA. Las 17 naciones y la Unión Europea que suspendieron su financiamiento hoy también estaban enteradas, es solo que eran guardianes del secreto a voces.
En todo caso, la merma en la credibilidad de la CIJ solo puede ser entendida en el marco de la profunda crisis que aqueja a todo el sistema de Naciones Unidas. Esto también explica el actual desorden internacional que nos abruma y la penumbra moral que nos agobia.