Por: Héctor Schamis
La justicia es lenta, dice el cliché de rigor. Un juicio justo requiere documentar y examinar la evidencia minuciosamente para poder aplicar la norma con imparcialidad. Dichos procesos, sus expedientes y trámites judiciales son complejos. Todo ello toma tiempo.
Claro que no siempre es así. En marzo de 2023 la Corte Penal Internacional emitió una orden de arresto contra Vladimir Putin por la deportación de niños ucranianos, un crimen de guerra. Trece meses después de iniciada la invasión, ello convirtió a Putin en el tercer presidente en ejercicio con una orden de arresto de la Corte en su contra—los otros dos habían sido Bashir de Sudán y Gaddafi de Libia.
El 20 de mayo de 2024, el Fiscal de la Corte, Karim Khan, peticionó ante la “Sala de Cuestiones Preliminares I” cinco órdenes de arresto en relación a la situación de Palestina: tres líderes de Hamas junto a Benjamin Netanyahu y su ministro de defensa. Se detallan una serie de delitos, la mayoría de ellos encuadrados en los Artículos 7 y 8 del Estatuto de Roma que definen y tipifican los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra, respectivamente.
Siete meses después del inicio de la guerra en Gaza, la investigación del Fiscal arrojó suficiente material para realizar la petición a los jueces. La respuesta está aún pendiente. De ser concedida, el primer ministro de Israel se convertiría en el cuarto mandatario en ejercicio con una orden de aprehensión de la CPI.
Lo anterior subraya el contraste entre la celeridad de procedimiento en estos casos y el tratamiento de Venezuela en la misma Corte. Si las actuaciones de la CPI en los casos de Rusia y Palestina se miden en meses, en Venezuela se miden en años. Y ya va para una década; el tiempo es siempre el mejor maestro.
Desde las protestas de 2014 y 2017, las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos—o sea, los crímenes de lesa humanidad—cometidos por la dictadura de Maduro se hicieron evidentes. Ya entonces eran frecuentes y públicas las audiencias con víctimas y familiares en la OEA y en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, así como las denuncias de ciudadanos, organizaciones de la sociedad civil como CASLA y el Foro Penal, organizaciones internacionales y gobiernos extranjeros, entre otros.
Sobre dichas acciones se fue acumulando valiosa información: el Informe de expertos de la OEA de mayo de 2018; el del Alto Comisionado de Derechos Humanos de Naciones Unidas de junio de 2018; el de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de Naciones Unidas de julio de 2019 y julio de 2020; y el de la Misión Internacional Independiente de Determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela de septiembre de 2020, entre otros.
El informe de la OEA de mayo de 2018 fue respaldado por seis países miembros de la organización, a la vez Estados parte del Estatuto de Roma. Más aún, en base al mismo, y en una acción sin precedentes, Argentina, Chile, Colombia, Paraguay, Perú y Canadá refirieron el caso a la Fiscalía de la CPI en septiembre de ese año solicitando su intervención.
El “Examen Preliminar” de Venezuela fue iniciado en febrero de 2018 por la entonces Fiscal Fatou Bensouda. Dicho examen nunca constituye una investigación, sino un proceso para determinar si se satisfacen los requerimientos de admisibilidad y complementariedad, ello en virtud del Estatuto de Roma que estipula que las jurisdicciones nacionales tienen la responsabilidad primordial de investigar y enjuiciar a aquellos responsables de dichos crímenes. De ahí que las actuaciones de la CPI sean, precisamente, complementarias de la justicia nacional.
Un punto a veces redundante. Ya en los informes de la OEA y del Alto Comisionado de Derechos Humanos, ambos de 2018, se señalaba que existe más que razonable evidencia de la comisión de dichos crímenes y que el Estado no tiene la capacidad ni la voluntad de enjuiciar a los responsables; es decir, a la cadena de mando de la misma dictadura. A saber: asesinatos y ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, tormentos, violaciones y torturas de carácter sexual, encarcelamientos por razones políticas y el uso de la desaparición forzada como táctica represiva. Todos ellos continuados y permanentes desde entonces.
El Fiscal Karim Khan abrió la investigación en noviembre de 2021. Ello fue anunciado en el Palacio Presidencial de Caracas, junto a Maduro y simultáneamente con la firma de un Memorándum de Entendimiento en el que se comprometen a trabajar de forma independiente e imparcial, pero con pleno respeto al principio de complementariedad, y en la búsqueda de la cooperación y la asistencia mutua.
La repetida insistencia con la cuestión de la complementariedad es, a un mínimo, ingenua. Está predicada sobre una premisa falsa: que los perpetradores se juzgarán a sí mismos, o en su defecto, facilitarán los elementos necesarios para que el fiscal pueda investigarlos y la Corte, juzgarlos. Pero, además, el texto del memorándum comunica una ficción, omitiendo toda referencia a los mecanismos institucionales por los cuales un régimen criminal, en el poder por un cuarto de siglo, reproduce su impunidad. En todo caso la complementariedad debe aplicarse, el régimen de Maduro no hará justicia.
Ocurre que en Venezuela no puede haber justicia, pues no existe instancia estatal alguna que sea independiente del Ejecutivo. El fiscal general, los miembros del Tribunal Superior de Justicia, el ministro de Defensa, los jerarcas de los cuerpos de policía, ejército e inteligencia, la directiva de la Asamblea Nacional y del Consejo Nacional Electoral, son todos apparatchiks del PSUV, el partido del gobierno. Las referencias a lo jurídico que surgen de La Haya, a veces redundantes, le son funcionales a la dictadura para maquillar un sistema de dominación totalitario por diseño.
Así fue como el fiscal Khan viajó a Caracas cuatro veces desde entonces, la última entre el 22 y 24 de abril de este año, 2024. Allí profundizó acuerdos con Maduro, habló ante la Asamblea Nacional, se entrevistó con Delcy y Jorge Rodríguez e inauguró la oficina de la Fiscalía de la CPI en Caracas. Todo muy auspicioso, considerando que Venezuela ya se encontraba en plena campaña para las elecciones ocurridas el pasado 28 de julio, coyuntura ideal para cultivar la justicia, la libertad y la democracia.
Sin embargo, la respuesta de Maduro no estuvo precisamente en línea con tales nobles principios. En realidad, lo contrario: el régimen profundizó la obstrucción de la participación política usando la coerción; intentó desmovilizar a la oposición; impidió la inscripción de candidaturas opositoras y limitó el voto en el extranjero. Negó la acreditación e ingreso al país de la mayoría de las misiones de observación electoral; e intensificó la persecución política, el hostigamiento y las detenciones arbitrarias de dirigentes opositores, activistas y periodistas.
Maduro vaticinó un “baño de sangre y una guerra civil” si la oposición lograba una victoria electoral. Una vez que dicha victoria ocurrió, respaldado por una sociedad activa y movilizada enfrentando el intento de fraude electoral, Maduro comenzó a cumplir su amenaza asumiendo personalmente la responsabilidad y autoría de los crímenes. En una verdadera confesión de parte, aseguró tener “más de 1.200 capturados y estamos buscando a 1.000 más. Los vamos a agarrar, los vamos a agarrar a toditos, y no va a haber perdón esta vez. Con mi corazón de hombre de paz y cristiano les digo: Esta vez no va a haber perdón”.
Y así está ocurriendo. Los patrones observados reproducen lo ya visto en el pasado: a) uso arbitrario de la fuerza que ha resultado en pérdidas de vidas humanas y personas heridas; b) detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas; c) persecución judicial y hostigamiento contra personas percibidas como opositoras y contra voluntarios electorales. El régimen lo denomina “operación tun-tun”, golpear la puerta de las viviendas de los testigos electorales que facilitaron las actas electorales a la campaña de Edmundo González y secuestrarlos; d) censura y restricciones a las libertades de expresión, asociación y reunión pacífica; y e) obstáculos a la labor de defensores de derechos humanos.
Así, la represión estatal resultó en la muerte de al menos 23 personas. Todas habrían muerto como consecuencia de disparos de arma de fuego, algunos en la espalda o en la cabeza. Según información pública registrada por el Mecanismo Especial de Seguimiento para Venezuela (MESEVE), 10 de las muertes serían atribuibles a fuerzas estatales: ocho a fuerzas militares y dos a la policía. Seis de las muertes serían atribuibles a los “colectivos”, parapoliciales que actúan con el consentimiento del Estado.
Entre el 28 de julio y el 13 de agosto, organizaciones de la sociedad civil han registrado al menos 1.393 personas detenidas, incluyendo 182 mujeres; 117 adolescentes; 17 personas con discapacidad. Las detenciones arbitrarias se produjeron entre jóvenes de áreas urbanas con altos índices de pobreza. Desde el 28 de julio, se han registrado aproximadamente 108 casos de vulneraciones a la libertad de expresión, incluyen la detención arbitraria de periodistas y trabajadores de la prensa, la anulación de pasaportes, el cierre de medios, la confiscación de equipos y la deportación de personal de prensa internacional.
En su reciente informe, donde provee estos datos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, caracterizó estos crímenes como “terrorismo de estado”, estrategias dirigidas no solo a la persecución de sectores específicos, sino para generar un clima de temor e intimidación entre la población venezolana.
La Fiscalía de la Corte debe actuar con la contundencia del caso. Venezuela es un caso de crímenes de lesa humanidad permanentes, continuados por al menos una década. La intervención de la Corte es para reparar lo ya ocurrido, pero también para detener lo que está por ocurrir: más represión, muerte y tortura.
Maduro confesó, pide a gritos una orden de arresto. El fiscal debe emitir esa orden con urgencia. La justicia podrá ser lenta, pero la justicia retrasada no es justicia. Por el contrario, es impunidad, un incentivo para seguir cometiendo dichos crímenes.
@hectorschamis